Arthur Schopenhauer
Arthur Schopenhauer (1788-1860) ha sido y es uno de los filósofos menos atendidos y estudiados en nuestra lengua en entornos académicos. Algo que, sin embargo, no ocurre con el gran público, para quien el pensador de Danzig siempre ha supuesto, desde su acceso definitivo a la fama a partir de 1851 (tras la publicación de Parerga y paralipómena), un ejemplo de claridad y contundencia. Las recurrentes y ricas contradicciones cordiales (como las llamó Alexis Philonenko) que encontramos en la doctrina schopenhaueriana han sido motivo suficiente para desterrarlo de la «filosofía oficial» o canónica —corpus confeccionado eminentemente en el contexto universitario, del que Schopenhauer siempre huyó como de la peste tras su breve aventura berlinesa—. El deseo de Schopenhauer fue el de desarrollar un sistema filosófico que hiciera concordar todas las «páginas del mundo» entre sí; para ello, encontró la clave en la voluntad incansable y devorador motor que mueve todos los engranajes del universo, y que identificó con la «cosa en sí» kantiana. La metafísica, de esta forma, se convierte en un método para descifrar el jeroglífico del mundo. La metafísica de Schopenhauer comienza con el propósito de poder ofrecer —y concluye con la convicción de haber ofrecido— una recta, acabada y completa interpretación o explicación de la experiencia en su más honda significación. La experiencia, tal y como se nos da, significa algo, y por eso la metafísica es su auténtico desciframiento, y la voluntad, su clave de bóveda.